La verdad, según Bioy Casares


Guillermo Cichello "La distinción esencial de dos registros: por una parte, el mundo, el lugar donde lo real se precipita y, por otra parte, la escena del Otro, donde el hombre como sujeto tiene que constituirse, ocupar su lugar como portador de la palabra, pero no puede ser su portador, sino en una estructura que, por más verídica que se proponga, es estructura de ficción"
Jacques Lacan, Seminario 10, La angustia



Autor: Guillermo Cichello- Actualizado el 5 de enero de 2010

La verdad, según Bioy Casares
Quiero contar lo que en mi experiencia se me suele aparecer como uno de los obstáculos de tanta recurrencia como complejidad: aquellas situaciones donde quien asiste a nuestra consulta no sólo no nos formula una demanda, sino que tampoco se presenta afectado por la angustia, costando mucho detectar que el personaje principal del relato que se nos confía –relato que puede tener características muy graves y penosas-, sea el mismo que quien se encuentra enunciándolo ante nosotros, tal el grado de no implicación subjetiva con su decir, de no articulación de quien habla a lo que dice. No estoy en la vía de afirmar que este sea un tema de actualidad, porque ya Freud al teorizar sobre las neurosis actuales y, especialmente, la cuestión del trauma, lo que destacó justamente es la dificultad para ubicar, en esas coyunturas, la aparición del sujeto. Cuando analizaba los sueños de las neurosis traumáticas, decía que ellos buscaban “recuperar el dominio sobre el estímulo” , esto es, recobrar la posición subjetiva que se vio avasallada por la irrupción del trauma, aún cuando ese trabajo compulsivo de intento de recuperación no esté al servicio del principio del placer.

Voy a apelar a la literatura en busca de ayuda para trazar el asunto. Les leo lo que escribió Bioy Casares en su diario –diario de casi 20 mil páginas que Bioy escribió durante más de 50 años. Lleva por título Fin de una tarde en Buenos Aires, 1976. La fecha, como ven, si pretendo rodear la noción de trauma, ya nos anticipa algo.

“El viernes 21 de mayo, cuando salí del cine, me dije: ‘Empecé bien la tarde’. Me había divertido el film Primera Plana, aunque ya lo había visto en el ’75, en París. Fui a casa, a tomar el té. Estaba apurado: no sé por qué se me ocurrió que ella me esperaba a las siete, en San José e Hipólito Yrigoyen. En Uruguay y Bartolomé Mitre oí las sirenas, vi pasar rápidas motocicletas, seguidas de patrulleros con armas largas, seguidas de un jeep con un cañón”.

De golpe, entonces, la escena placentera de cine y té y cita con una de las mujeres del hedónico Bioy, se fractura con la irrupción de elementos completamente ajenos a ese mundo: sirenas de patrulleros, armas, un cañón. Lo real, de pronto y sin preámbulos, irrumpe.

“Llegué a la esquina de la cita a las siete en punto (…) Cuando estacionaba, vi que soldados de fajina, con armas largas, de grueso calibre, custodiaban el edificio de enfrente; les pregunté si podía estacionar; me dijeron que sí. Me fui a la esquina. Al rato estaba pasado de frío. A las siete y media junté coraje y decidí guarecerme en el coche. Cuando estaba por llegar al automóvil vi que los soldados de enfrente no estaban, que la casa tenía la puerta cerrada y oí lo que interpreté como falsas explosiones de un motor o quizá tiros; después oí un clamoreo de voces, que podían ser iracundas, o simplemente enfáticas y a lo mejor festivas; voces que se acercaban, hasta que vi un tropel de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un individuo con un traje holgado, color ratón, quizá parduzco; ese hombre había rodeado la esquina por la calle y a unos cinco o seis pasos de donde yo estaba, al subir a la vereda, tropezó y cayó. Uno de sus perseguidores (de civil todos) le aplicó un puntapié extraordinario y le gritó: ‘Hijo de puta’. Otro le apuntó desde arriba, con el revólver de caño más grueso y más largo que he visto, y empezó a disparar cápsulas servidas, que en un primer momento pensé que eran piedritas. Las cápsulas caían a mi alrededor. Pensé que en esas ocasiones lo más prudente era tirarse cuerpo a tierra; empecé a hacerlo, pero sentí que el momento para eso no había llegado, que con mi cintura frágil quién sabe qué me pasaría si tenía que levantarme apurado y que iba a ensuciarme la ropa; me incorporé, cambié de vereda y por la de números impares caminé apresuradamente, sin correr, hacia Alsina”.

Considero que la primera dificultad que se le presenta al desconcertado Bioy es el de la significación: ¿falsas explosiones o tiros?, ¿gritos de ira o, a lo mejor, de fiesta?, ¿balas o piedritas? No podemos asegurar que el narrador crea en la realidad de lo que sin embargo cuenta ni que se encuentre en condiciones de comprender, de asignarle correcta interpretación a una situación en la que la vida lo puso de pronto a merced de lo que ocurre. Sólo así puede entenderse que piense en sus dolores de cintura o en su ropa limpia, cuando su enunciado indica que se halla en medio de un tiroteo en el que acaba de morir una persona y en el que todos, incluido él, pueden correr la misma suerte.

“Enfrente, andaba una mujer vieja, petisa, muy cambada, con una enorme peluca rubia ladeada; gemía y se contoneaba de miedo”.

El narrador registra el miedo (en el otro), describe la situación completamente aciaga que transcurre, pero no hay el menor índice que permita suponer su implicación dentro de dicha escena: no hay en él miedo ni angustia ni, en consecuencia, ejecuta ninguna acción encaminada a alejarse del peligro, guarecerse, huir. No parece que pueda darse como un hecho que quien narra lo sucedido crea que las consecuencias de eso puedan comprometerlo. La escena ocurre, no le ocurre.

“Los tiros seguían. Hubo algunos en la esquina de los pares de Alsina; yo no miré. Me acerqué a un garage y conversé con gente que se refugiaba ahí. Pasó por la calle un Ford Falcon verde, tocando sirena, a toda velocidad; yo vi a una sola persona en ese coche; otros vieron a varios; alguien dijo: ‘Esos eran los tiras que mataron al hombre’. Yo había contado lo que presencié: ‘No cuente eso. Todavía lo van a llevar de testigo. O si no quieren testigos le van a hacer algo peor’. Agradecí el consejo. A pesar del frío me saqué el sobretodo para ser menos reconocible y fui por San José hacia Yrigoyen. No me atreví a acercarme a mi coche. Aquello era un hervidero de patrulleros. Cuando llegué a Yrigoyen, pensé que lo mejor era tomar nomás el coche. Un policía de civil me dijo: ‘No se puede pasar’. Quise explicarle mi situación. ‘No insista’, me dijo (…) Entonces la divisé. Estaba en la esquina, muy asustada porque no me veía y porque cerca de mi coche, tirado en la vereda, había un muerto, al que tapaba un trapo negro; me abrazó, temblando (…) Había muchos policías, coches patrulleros, una ambulancia. En la vereda de enfrente conversaban tranquilamente dos hombres, de campera. Les pregunté: ‘¿Ustedes son de la policía?’. ‘Sí’, me contestaron, con cierta agresividad. ‘Ese coche es mío –les dije-. ¿Puedo retirarlo?’. ‘Sí, como no’, me dijeron muy amablemente. No acerté en seguida con la llave en la cerradura; entré, salí. Al lado de ella me sentí confortado, de nuevo en mi mundo. No podía dejar de pensar en ese hombre que ante mis ojos corrió y murió. Menos mal que no le vi la cara, me dije. Cuando le conté el asunto a un amigo, me explicó: ‘Fue un fusilamiento’…”.

Después de esa leve vacilación con la cerradura de su auto, índice muy exiguo de su afectación por lo vivido, recupera, junto a su aterrada compañera, su confort. Al fin de su relato, deja lo que a mi juicio es el mejor testimonio sobre el estatuto y la ubicación de la verdad de lo ocurrido; concluye: “Si alguien hubiera conocido mi estado de ánimo durante los hechos, hubiera pensado que soy muy valiente. La verdad es que no tuve miedo durante la acción, porque me faltó tiempo para convencerme de lo que pasaba;/strong> y después, porque ya había pasado. Además, la situación me pareció irreal. La corrida, menos rápida que esforzada; los balazos, de utilería. Tal vez, el momento de los tiros se pareció a escenas de tiros, más conmovedoramente detalladas, que vi en el cinematógrafo. Para mí, la realidad imitó al arte. Ese momento, único en mi vida, se parecía a infinidad de películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del cine…” .

¿Qué nos enseña esta anotación que Bioy precisó dejar en su diario personal? Varias cosas; en principio, una que se presenta muy alejada del sentido común: que no hay que dar por hecho que quien cuenta algo crea, le asigne valor de verdad, a una situación que le sucedió y de la cual fue objeto. Al sujeto que, en principio, no puede parar de contar esos hechos (“No podía dejar de pensar en ese hombre”, dice Bioy, y se lo cuenta a los que estaban refugiados en ese momento en un garaje, después a un amigo que le significa la escena como de fusilamiento, por último lo escribe en el diario), sin embargo le falta una operación que le permita considerar la situación como verdadera y, en consecuencia, ubicarse subjetivamente en ella. No tiene el menor sentido que alguien le diga que está ante un tiroteo y un fusilamiento, que lo sucedido fue tan real como los proyectiles que caían cerca suyo después de matar a un ser humano ante sus ojos y que, en consecuencia, debió angustiarse o tener miedo. Bioy no cree en eso: “Me faltó tiempo para convencerme de lo que pasaba. La situación me pareció irreal”. Sin embargo, frente a la crudeza de lo que presenció, si nos atenemos a su testimonio, la verdad para él está en otro lado: lo que afirma como verdadero –y además: conmovedor, según dice, aquello que es auténtico y lo toca subjetivamente- es el cine. Son aquellas escenas de tiros y persecuciones que el cine construyó. En eso sí cree, esas fueron más reales que las que vivió. Anotarlas en su minucioso diario –verdadera Otra escena de Bioy- es un intento de apropiarse de la experiencia, de recuperar como escritor de ficción una posición subjetiva que la irrupción brutal, en esa tarde de 1976, del terrorismo de Estado le privó.

De modo tal que si el sujeto no puede, a su cuenta, llevar los hechos a un orden de ficción, no hay la menor posibilidad de que signifiquen algo desde el punto de vista de su subjetividad. Estoy tratando, como ven, de seguir la idea que Lacan trazó cuando le asignó a la verdad estructura de ficción.

El ejemplo clásico que la literatura aporta –y sobre el que Lacan abrevó- es la famosa “escena sobre la escena”, del tercer acto de Hamlet, donde éste hace representar con actores ante Claudio, el crimen de su padre. Es sólo ese crimen de ficción, con ese rey de comedia asesinado con una poción de simulado veneno, el que logra atrapar la conciencia del rey y –después de ordenar, oprimido por la angustia, que se prendan las luces y cese la representación- llevarlo al célebre monólogo de arrepentimiento de la escena XXII, tal el rodeo por la ficción que la verdad tiene que dar para llegar a destino.

Concluyo: si alguien no puede inscribir, registrar mediante formaciones del inconciente los hechos, aunque sean los más crudos y duros que parecieran imponer por su propio peso su inevitable registro, no es que esos hechos no pertenezcan al campo de la realidad, pero no son elementos fiables para el sujeto; la verdad no coincide automáticamente con la realidad. Hace falta resolver un problema que sólo es posible resolver si el sujeto puede enfrentar ese real, crudo, duro, etc. con un orden de ficción. Y eso es posible, una vez que se establece una relación discursiva al otro que, en transferencia, escucha lo que se dice. Suele ocurrir que un sueño, o el discurso del sueño en transferencia, posibilita no sólo reconocer la existencia de algo, sino, además y en consecuencia, angustiarse ante eso. Allí se constituye la escena, el marco para abordar ese real, que permite situarse subjetivamente; luego, entonces: angustiarse, formular una pregunta, demandar un saber, etc.

Pero antes de eso, entonces, hay que vérselas con el obstáculo consistente en suponer que todo aquel que acude a nosotros, se encuentra afectado por la angustia y en posición demandante. Para que esto suceda –y no siempre sucede- habrá que primero propiciar esa gran ficción, ese gran artificio que Freud denominó transferencia.

Morón, 19 de septiembre de 2009.

Av. Rivadavia 18451, 4to. “a”, 1era. torre –Morón-. Tel. 4629-0391.

La cita pertenece a la clase del 23 de enero de 1963.

Adolfo Bioy Casares, Descanso de caminantes –Diarios íntimos-, pág.26/28, editorial Sudamericana. Los destacados me pertenecen.

Más allá del principio del placer. Tomo XVIII, pág. 31, de la edición de Amorrortu.